Llegué a Chiang Rai cuando aun me quedaban seis días para estar en Tailandia. Mi plan inicial era dedicarle a esta pequeña ciudad, cerca de la frontera, solo dos o tres días. Lo justo para visitar algunas cosas y poner rumbo a Laos. Pero si las normas están para romperlas, los planes están para cambiarlos y yo tenía un motivo de peso para hacerlo.

Uno de los días de la fiesta del Loy Krathon, en Chiang Mai, habíamos quedado en la puerta de un “sturbucks” varios viajeros pertenecientes a un grupo de facebook, muchos de los cuales no nos conocíamos en persona. La quedada fue un tanto caótica. El lugar estaba lleno de gente, muchos no se encontraron, algunos de los que se encontraron se perdieron luego por el camino… Pero una vez más la casualidad me hizo un regalo. Esta vez, el regalo tenía forma de simpática chica chilena, terapeuta ocupacional y trabajadora en una ONG en un lugar fuera de cualquier ruta turística, Camillian Social Center Chiang Rai, a unos 25 km al norte de la ciudad de Chiang Rai. Entre otras muchas cosas interesantes, me contó que el sábado de la semana siguiente iban a hacer un concierto benéfico al que asistirían muchos locales, incluso algunos pertenecientes a las tribus de las montañas y que sería un día genial para conocer la ONG.

No me gustan los planes y la base de este viaje es que no los haya. No quiero saber cuál es la siguiente ciudad, no quiero saber que voy a hacer mañana pero aquí no pude evitar hacer una excepción. No sé qué pasaría en los días que quedaban en medio, pero el 15 de noviembre ya estaba marcado en mi calendario.

El 15 de noviembre me desperté en Chiang Rai. Tenía la sensación de que el día iba a ser genial pero antes tenía que hacer algunas cosas…

Lo primero cambiarme de hotel, porque el que reservé la primera noche se me iba del presupuesto. Así que con las mochilas cargadas y el mapa en la mano, fui a buscar uno más asequible.

Una vez encontrado y habiendo dejado mis cosas en la habitación necesitaba llevar la ropa a lavar, sino al día siguiente tendría que comprar nueva o ir desnudo.

Lo tercero era buscar una moto. Después de consultarlo con la almohada había decidido hacerlo así. El sitio estaba muy mal comunicado, el autobús más cercano te dejaba a 1 km y medio y, lo peor de todo, mi visita estaría limitada por el horario de autobuses. Dicho y hecho. En un rato ya tenía medio de transporte autónomo.

Todavía eran las 11:00 de la mañana y el concierto empezaba a las 18:00. Antes de que me diera tiempo a pensar que hacer recibí un mensaje: “Oye, va a haber actividades y comida a partir de las 12:00, me imagino que tienes planes pero si no puedes llegar antes sin problema ;)”. Perfecto. Parada en la gasolinera, punto fijado en el gps y carretera.

Al llegar lo que encontré fue un lugar bastante grande para el recóndito sitio en el que se encuentra. Mucha gente local en medio de un ambiente festivo. Montones de puestos de comida, de zumos y batidos, de camisetas, de juguetes… algunos vendían cosas hechas a mano, como este de bolsas pintadas por los niños con discapacidad con los que trabaja Francisca. Por supuesto, les compre una.

También había diferentes juegos: uno en el que tenías que coger una pelota de las muchas que flotaban en un recipiente y, dependiendo del número que te tocara, te daban un premio u otro (los premios eran un lápiz, una goma de borrar, un llavero…). Los típicos de tirar varios botes con una pelota. Explotar globos lanzando dardos. Hasta un castillo hinchable!

Habían montado un escenario enorme para el concierto y no era para menos, venía incluso una de las estrellas del momento, muy famosa en Tailandia. Yo, obviamente, no sabía quién era, pero todos los niños conocían sus canciones.

Entre los cientos de personas que estaban allí, no sé los occidentales que habría, pero yo solo vi a cuatro. Francisca, la chica chilena por la que me enteré del evento; Roxy, otra voluntaria sudafricana; un cura italiano que lleva cuarenta años trabajando allí y, cuando me iba, otro señor que iba con su mujer tailandesa y la hija de ambos.

Mucha gente, muchos puestos, muchos juegos… Pero había algo que superaba en número a todo lo demás. Las sonrisas. Y es que no cruzabas la mirada con nadie sin que, acto seguido, hubiese una sonrisa.

Después de una pequeña vuelta de reconocimiento encontré a Francisca y fuimos a ver las instalaciones. No pudo ser mejor anfitriona. Me enseñó todas las instalaciones, dónde trabaja, donde viven los trabajadores, donde viven los niños, el comedor, la sala de rehabilitación… Además de explicarme un montón de cosas sobre el funcionamiento del centro.

Y en eso dedicamos la mañana. Cuando ya empezaba a llegar la hora de comer, compré algo en uno de los puestos y nos sentamos en una mesa de piedra. No tardaron en llegar los primeros acompañantes.

Cuando los más pequeños se levantaron de la siesta fue el momento de conocerlos a todos. Hasta que empezó el concierto no hicimos otra cosa que jugar con ellos y hacernos fotos.

Y a todos les gustó lo de verse después en la cámara:

Por el escenario fueron desfilando diferentes grupos, desde los más tradicionales hasta otros que perfectamente podrían haber salido en un videoclip de la MTV. Ropas tradicionales y minifaldas se alternaban constantemente, mientras todos disfrutábamos del espectáculo y comíamos carne a la brasa pinchada en un palo. Las típicas brochetas que circulan por todos los rincones de Tailandia.

A medida que el espectáculo avanzaba, más y más gente se iba uniendo hasta llegar al punto álgido del evento, la actuación de la estrella de la música tailandesa.

Estuve hasta las doce de la noche allí, bailando y riéndome con todos esos niños que, rebosan tanta felicidad, que es imposible que no te la contagien. Y con esa felicidad me volví al hostal, cansado y muerto de frío (no hubiese sido mala idea llevar algo de abrigo), pero con la sensación de que había sido uno de los días más especiales de toda mi vida.

Tres días después volví a pasar una tarde con ellos para despedirme antes de dejar el país y llevarles algunas chucherías. De este día no tengo ninguna foto porque no me apeteció sacar la cámara, pero cada sonrisa, acompañada de un “thank you”, cuando recibían un chupachups y una chocolatina, era maravillosa.

Me gustaría terminar el post mandándoles un abrazo y todo mi cariño a esas voluntarias que se dejan la piel por mejorar la vida de estos niños. Son un ejemplo a seguir y una muestra de que un mundo mejor es posible.

Gracias…